jueves, 10 de diciembre de 2009

"Hembrillas" vs. Mujeres


Jacques Sagot
jacquessagot@nacion.com

Costa Rica es el único país del mundo donde no hay mujeres, sino más bien "hembrillas", "cabrillas", "mulones", "chi-chís", "nenas", "menecas" y "ricuras". Así es, mis perplejos lectores. La palabra "mujer" nos inspira terror. Representa lo innominable, lo indecible. Término esotérico que no debe ser proferido sino en el contexto de ritos ocultos y charlas sobre educación sexual. Por lo demás, la mujer se evapora dentro del discurso de hombre, para dar lugar a la "hembrilla".
El dispositivo psicológico que opera detrás de tales denominaciones es claro. La palabra cumple aquí con su inmemorial función mágica: domeñar y controlar la realidad. A través del significante creemos poder esculpir y apropiarnos del significado. Al cambiarle el nombre a algo vivimos la ilusión de conjurarlo, de someterlo, y controlarlo. Y solo experimentamos la necesidad de controlar aquellas cosas que nos desbordan y escapan a nuestro poder de asimilación.
Y uso aquí la palabra "asimilación" en su acepción digestiva. La mujer comestible, objeto de degustación: la "ricura". Mujer para ser paladeada, englutida y –como toda golosina–, excretada. A menos, claro está, de que prefiramos la estrategia lingüística del zoomorfismo: la "hembrilla", la "cabrilla", el "mulón". La mujer reducida a especie biológica, a taxonomía zoológica. Abyecta versión de la mujer-naturaleza-fauna. No dejemos, por lo demás, de señalar que los animales evocados son siempre bichos de corral, es decir, bestias domesticables, olorosas a caballeriza y a gallinero. Nadie habla nunca de "leona" o de "quetzal" –que, aunque no menos objetables, expresarían siquiera una diferente valencia simbólica–, si bien cuando la tirria personal del hombre se suma a la misoginia, suele también invocarse a la "víbora" y a la "barracuda". ¡Pobrecitos los animales, condenados a ser mentados cada vez que los humanos decidimos sacarnos la lengua!
Observemos también el uso minimizador de los diminutivos: "hembrilla", "cabrilla", y la utilización del superlativo únicamente cuando el animal encarna la estupidez: el "mulón": la espesura de las ancas, la crin-cabellera-brida –símbolo de amaestramiento–, la cabalgata... y el imbécil empecinamiento de la mula de tiro.
Señalemos así mismo la "infantilización" de la mujer: "chi-chí", "nena", "meneca" –deformación de "muñeca"– y el típico "babe" de los gringos. Los términos "hembrilla" y "cabrilla" sugieren bichitos inocuos e indefensos. La mujer no solo es animal, sino que además suele ser cachorro: aun en el reino del rebuzno y el cacareo debe hacer las veces de cría, de valetudinaria bestiezuela. Ello cuando no se le inflige una de las más insidiosas formas de la metonimia: la designación del todo por una de sus partes. En tal caso, una mujer es sus nalgas, sus senos, aquello o lo otro... ustedes saben bien a lo que me refiero: "¡Huy mae, vea qué buen rabo el que viene ahí!" ¡Y estos son los piropos! ¡No hablemos ya de los improperios!
Nada menos inocente que la palabra. El prejuicio, el sexismo, la voluntad de sojuzgar encuentran en ella su formulación natural. La porquería ideológica anida en los resquicios mismos de la palabra: ahí crece y fermenta, transformando el noble instrumento en aguijón ponzoñoso y tetánico. El tico ha empuñado la palabra para degradar aquello a lo que teme. En su vocabulario habitual, la mujer es siempre un ser desposeído, disminuido, animalizado, un comestible, un cachorro, un mero fetiche, todo menos lo único que debería ser: una persona. Y yo siento a veces una vergüenza tan profunda de ser hombre, que quisiera pedir disculpas en nombre de todos aquellos congéneres que han transformado la palabra en vehículo ideológico para la denigración de la mujer. A ustedes, compadres de pelo en pecho, gauchos, falócratas y machazos de trópico tercermundista, les dejo esta reflexión dominical: dime cómo tratas a tu compañera, y te diré exactamente la ralea de fanfarrón que eres.

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